Solemos referirnos, con toda razón, a esas personas que se
transforman una vez acceden a un cargo hasta el punto de hacerse
irreconocibles. De aquellos hombres y mujeres humildes, accesibles,
sensibles e incluso honestos, no queda más que el recuerdo. En su lugar,
aparecen personajes insufribles, déspotas, ostentosos, indolentes.
Sucede con mucha más frecuencia de lo que desearíamos.
Sin embargo, me parece que hay otro tipo de personaje que merece
igual o mayor atención: se trata de esa especie cuya supervivencia en el
mundo hostil de la burocracia depende de su capacidad para aproximarse y
ganarse la confianza de quien, por la razón que sea, recién asume el
cargo.
Están, por supuesto, los aduladores. Son los de proceder más
predecible. Cuando no exaltan tus virtudes, te las inventan. Tus
defectos desaparecen. Se ríen hasta de tus peores chistes. No importa si
el sedentarismo, los constantes desarreglos y la falta de voluntad
hacen estragos en tu cuerpo: siempre estás en forma. La camisa siempre
te va bien, te quede grande o pequeña. No importa si odias dar
discursos: debes hacerlo, porque tu elocuencia es inigualable. Es muy
fácil identificarlos y, particularmente, disfruté mucho haciéndoles
creer que me creía todas sus mentiras.
Están, por otro lado, los condescendientes. Difícilmente pueden
disimular la incomodidad que les produce que sea uno quien ocupe el
cargo, bien porque te consideran incapaz, porque aspiraban que alguien
más lo ocupara, etc. Las razones pueden ser tan fútiles como infinitas.
Lo cierto es que los distingue esa cortesía obligada, tras la cual se
esconde, casi siempre, un sentimiento de superioridad que resulta casi
insoportable. Puede que te inviten a sus actos, otras veces no
consideran necesario siquiera informarte. No se pierden una reunión,
pero una vez en ella se refugian en el teléfono. Eventualmente te hacen
saber que la salida que propones ya se ensayó alguna vez, sin
resultados, pero no sugieren una alternativa. Guardo un feliz recuerdo
del callado tormento tras sus sonrisas fingidas.
Pero están quienes lo hacen tan bien que incluso llegan a ser tus
confidentes. Simulan conocer a fondo los problemas de la institución y
declaran su intención de proceder radicalmente para resolverlos, pero
todo el tiempo hay una buena razón para no hacerlo todavía. Cargan
contra aduladores y condescendientes, siempre y cuando no tengan que
hacerlo públicamente. Ellos mismos tienen algo de aduladores (te citan,
te ponen como ejemplo) y de condescendientes (celebran tu audacia,
porque la ignorancia es atrevida), pero son más difíciles de
identificar. De hecho, esto suele suceder cuando uno ya ha debido
abandonar el cargo. En su momento, son tus mejores amigos. Luego, dejas
de existir.
Vamos a estar claros: seguramente sea cierto que nadie es
imprescindible. Nadie está obligado a sentirse identificado con una
persona, con una gestión, sino con una idea, un horizonte estratégico,
una política. Lo que importa es la política, velar porque ésta conserve
su carácter popular, revolucionario, radicalmente democrático. Pero
sucede que en nombre de la idea, aduladores, condescendientes y mejores
amigos terminan velando por sus intereses personales y de grupo, por sus
“gestiones”, antes que por cualquier otra cosa.
Esos son los primeros prescindibles.
Tomado de elotrosaberypoder.wordpress.com
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