En cierta oportunidad me reuní con mis compañeros de Caravana para
contarles que, una vez casado, habían tenido que pasar diez años hasta
que por fin, en 2008, tuvimos la oportunidad de comprarnos nuestro
apartamento de setenta y tantos metros cuadrados y dos habitaciones en
Parque Central. Tenía yo treinta y cuatro años y una niña de siete. Un
par de años después pudimos comprar nuestro primer carro: un Corsa de
segunda mano.
Quise transmitirles lo que, estoy completamente seguro, los muchachos
de mi generación tenían un poco más claro, no así los más jóvenes: una
casa, un carro o, en general, cualquier bien material, no era algo que
te caía del cielo, y muchísimo menos algo que estarían en posición de
obtener por su cercanía con un ministro.
Esta última circunstancia, como tantas veces les repetí a propósito
de mi propia condición, estaba muy lejos de significar un privilegio. Al
contrario, entrañaba una enorme responsabilidad, seguramente mayor
esfuerzo, condiciones de trabajo más exigentes. Pero uno estaba allí por
voluntad propia, además asumiendo esa responsabilidad de manera
entusiasta, como se asumen esas oportunidades que pocas veces se
presentan en la vida, de manera que no cabían quejas.
Por estos días he recordado mucho aquella reunión. Por diversas
razones, mi señora madre ha vuelto sobre el mismo comentario en varias
ocasiones: no puede entender esa tendencia que advierte en muchos
jóvenes, recién graduados universitarios, que se creen merecedores, en
el corto plazo, y sin tener que sortear mayores obstáculos, de todo
aquello que a mis padres les costó años de trabajo muy duro y
privaciones de toda naturaleza.
Peor aún, pareciera en aumento la cantidad de jóvenes que abandonan
sus estudios y se dedican a hacer dinero para poder sufragar lo que, sin
ninguna discusión, son lujos: teléfonos móviles de última generación,
ropa y calzados de marca, accesorios, fiestas, viajes, etc.
Una lectura superficial de nuestra historia reciente nos llevará a la
conclusión de que tales son algunos de los efectos indeseados de la
bonanza económica que experimentó el país, fundamentalmente a partir de
2003, y durante casi diez años, en buena medida gracias al alza de los
precios del petróleo. Un análisis más a fondo nos exige comenzar por el
principio: sin
la descomunal inversión social del Gobierno bolivariano, que hizo
posible que millones de venezolanos salieran de la pobreza, lo que a su
vez fue posible, única y exclusivamente, por la irreductible voluntad
del pueblo venezolano de defender su democracia, nada parecido a la tan mentada bonanza hubiera tenido lugar.
Lo que hoy tanto muchacho desclasado, malcriado y cortoplacista
reclama como “derecho” no es más que el efecto de superficie, expresión
de la deriva consumista, de lo que a la mayoría del pueblo venezolano
tanto le ha costado construir y defender, comenzando por la propia
democracia, siempre en vilo, y más recientemente, desde hace cuatro años, amenazada por la rebelión abierta de las fuerzas económicas que controlan el mercado.
Muchos de estos muchachos, exhibiendo el odio de clase característico
de las muy incultas políticamente clases medias de nuestros
países-mina, protestan por “hambre”, cuando en realidad nos reclaman por
los lujos a los que, de momento, ya no pueden acceder.
Otros, muchos de ellos alguna vez incluso identificados con la
revolución bolivariana, reclaman porque, según dicen, nunca antes fue
tan difícil comprar una casa o un carro, lo que no sólo es absolutamente
falso. Además, están demasiado ofuscados como para intentar comprender
que si de un tiempo a esta parte es prácticamente imposible, pongamos,
ir a una tienda a comprar electrodomésticos, es precisamente porque el
poder de la burguesía comercial importadora depende de su capacidad para
capitalizar políticamente ese ofuscamiento.
Unos y otros, pero sobre todo los últimos, tendrían que comenzar por
asimilar que no se merecen nada. Mejor dicho: para merecer el premio de
una vida mejor, tienen que ser dignos de él.
Tengan un mínimo de respeto por toda la gente que ha luchado para que
aquí siga habiendo democracia. Y no me refiero al Gobierno, sino a
gente común y corriente, la mayoría de la cual no aspira una vida de
lujos, sino vivir con dignidad. Gente que no tiene tiempo para quejarse,
porque está ocupada trabajando para resolver sus problemas cotidianos.
Gente que no se creyó el cuento del individuo que sobresale pisoteando a
los demás, porque sabe que el abismo sólo podremos evitarlo estando
juntos.
Fuente: https://elotrosaberypoder.wordpress.com/
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