La
corrupción es uno de los modos en los que el capital violenta la
democracia; aleja del bien común las decisiones de nuestros
representantes para que prevalezca el interés privado. Centrar la
cuestión en los déficits morales de los políticos impide ver los
impulsos sistémicos que alimentan la corrupción. Ezequiel Adamovsky pone
el foco en el financiamiento de los partidos y los vínculos entre
empresarios y Estado. Los riesgos de la moralización de la política y de
la percepción de los conflictos como una lucha entre la virtud y el
vicio.
Como sociedad, tenemos una extraña relación con la corrupción. Si un extranjero revisara las portadas de los diarios de los últimos diez años se llevaría dos impresiones: que en la Argentina hay mucha corrupción y que las personas de este país vivimos por ello en un estado de permanente indignación. El lugar que ocupó el tema durante las últimas campañas electorales lo convencería de que al menos una buena parte de nosotros y nosotras tiene firmes valores morales. Todo lo contrario a lo que sucede con nuestros gobernantes. Si focalizara en los últimos dos años, las espectaculares detenciones de José López, Julio De Vido y Amado Boudou seguramente lo llevarían a pensar que, finalmente, estamos logrando moralizar a nuestra clase política como nunca antes. Si además el observador se pusiese a estudiar algo de historia, el logro se le aparecería como algo titánico. Porque la corrupción forma parte del paisaje argentino desde hace más de un siglo. Conocería así la escandalosa venalidad del decenio 1880-1890, las descripciones de Roberto Arlt sobre la ubicuidad de la coima en tiempos de Yrigoyen, el fabuloso negociado de la carne que denunció Lisandro de la Torre en los años treinta y tantos otros episodios. También notaría el salto cualitativo que dio la corrupción en tiempos de Menem y también se enteraría de la “Banelco” de De la Rúa. Cargando con esa historia, el presente se le aparecería como algo sencillamente milagroso. El “Mani pulite” argentino.
Corrupción desde abajo y dobles varas
En
verdad, nuestra relación con la corrupción no admite deslindes tan
optimistas. Las encuestas indican que la ciudadanía argentina está lejos
de ser moralmente impoluta. En una reciente,
un 34% respondió que cierto grado de corrupción le parecía aceptable.
Un 40% dijo que no se tomaría la molestia de radicar una denuncia si eso
le insumiese un día de trámites. Pero eso no es todo: entre quienes
habían tenido que lidiar con un control policial, trámite estatal o
requerimiento judicial en el último año, un alto porcentaje reconoció
haber ofrecido coimas. Agréguese a esto lo extendido de la evasión
impositiva en todos los niveles, desde el pequeño comerciante hasta el
gran empresario. En fin, pareciera que quedarse con dineros públicos o
sobornar funcionarios no es algo que nos desvele tanto como podría
pensarse a partir de las indignaciones de tiempos electorales.
Nuestra
percepción de la corrupción tiene manifestaciones extrañas. Tendemos a
depositar la culpa exclusivamente en los políticos. Pero además, sucede
que no todos los políticos merecen nuestras iras en la misma medida. No
caben dudas de que la corrupción fue muy alta en tiempos del
kirchnerismo. Es absolutamente legítima la preocupación social que
motivó y la demanda de que la impunidad no volviera a reinar.
Pero
al mismo tiempo, no deja de notarse que la crítica se detiene ante las
evidencias de la corrupción en filas macristas. A los casos ya conocidos
–cloacas de Morón, tráfico de autopartes, megacanje, Swiss Leaks, obras públicas para el amigo Caputo y el primo Calcaterra, Panamá Papers, Bahamas Papers, entre otros– se agregaron en el último año el escándalo del Correo y los sobreseimientos express de Gabriela Michetti y Gustavo Arribas (el de Fernando Niembro era tan inconsistente que acaba de ser revocado). Un festival de licitaciones viene quedando en manos de Caputo, quien aumentó su rentabilidad de manera fabulosa (aparentemente consigue que las hagan a medida).
Nada de esto logró que la corrupción PRO llegara al debate público. La
causa Panamá Papers, de complejísima tramitación por lo intrincado e
internacional de su trama, fue cerrada en tiempo récord con escasa
repercusión. En los medios, tanto como en el campo intelectual, continúa
la doble vara y ese “republicanismo intermitente” que se activa según a
quien convenga criticar.
Elisa Carrió, la supuesta defensora de
la moralidad, encarna esta duplicidad de manera muy clara. Puso igual
empeño en denunciar a Macri como corrupto cuando estaba en otro espacio
político como el que pone ahora en olvidar las palabras que supo
dedicarle. De la base votante del macrismo puede decirse algo similar:
desespera por la corrupción si es de kirchneristas, pero no tiene
empacho en votar candidatos PRO tanto o más cuestionados. En las últimas
elecciones en Vicente López, por caso, éstos obtuvieron 60% de los
votos, a pesar de que el intendente Jorge Macri venía de ser embargado por lavado de dinero por la jueza Sandra Arroyo Salgado (de quien nadie podría sospechar simpatías K).
El agente invisible
En
las alarmas por la corrupción, además, muy rara vez se visibiliza a su
principal agente. El político que recibe coimas es el foco de las iras
públicas (y con razón). Pero del empresario que las ofrece casi nunca
sabemos siquiera el nombre. Nunca van presos. Esto se evidenció como
nunca en el caso Odebrecht: parte de las coimas fueron pagadas por la familia Macri
y sin embargo el debate público apunta exclusivamente a los
funcionarios K que las recibieron. Elisa Carrió llevó esta ceguera a
niveles hilarantes en uno de sus tuits, a propósito del desafuero de De
Vido, en el que pidió que se hiciese una diferencia entre los
empresarios que hicieron negocios con él para enriquecerse y los que
fueron “obligados” a pagar sobornos y por ello corresponde considerar
víctimas. Claro, la preocupación apuntaba a las evidencias de que, en la
lista de coimeras, hay empresas cercanas al actual gobierno.
Un
hecho reciente sirve para ver lo limitado de este enfoque. El año pasado
se aprobó un blanqueo que resultó enorme. La inmunidad que se ofreció
esta vez a los empresarios superó toda marca previa. Se les permitió
conservar cualquier activo en el exterior sin dar explicaciones sobre su
origen. Se les garantizó además el secreto total, al punto de que la
ley incluye castigos para cualquiera que revele información. Tras un
duro debate, el gobierno y sus aliados sostuvieron a rajatabla el
derecho de sus familiares cercanos a acogerse (ampliado luego por
decreto presidencial).
Horacio Verbitsky
reveló que varias figuras muy cercanas al actual presidente blanquearon
sumas millonarias. Su hermano Gianfranco blanqueó 35,5 millones de
dólares (una suma muchísimo mayor a la que declara poseer Mauricio
Macri). Nicolás Caputo, principal beneficiario de la obra pública,
blanqueó 26,5 millones. Un primo de Marcos Peña 6,2 millones. Marcelo
Mindlin, vinculado al actual presidente,
quien compró la principal empresa constructora de la familia Macri
(supuestamente transferida poco antes por Mauricio a su primo
Calcaterra, a quien algunos consideran su testaferro),
blanqueó 44 millones de dólares. La suma coincide con la que
supuestamente habría pagado para quedarse con la empresa de los Macri.
Ante tamaña revelación en el Poder Judicial se inició una causa
para castigar a los responsables de la filtración y el gobierno
desplazó a un funcionario de la AFIP. Es decir: como sociedad decimos
condenar la corrupción, pero damos inmunidades especiales a los
empresarios y perseguimos a los quienes nos ayudan a dar mayor
transparencia a los posibles delitos. Se diga lo que se diga, en los
hechos eso es lo que hacemos.
La corrupción y la corrosión de la democracia
Diré
una obviedad: si hay corrupción es porque quienes tienen el poder
económico no manejan de manera directa la autoridad política. Un
empresario ofrece coimas porque necesita que un político use su poder
para darle algún beneficio: un contrato, una habilitación, una exención
impositiva. La corrupción es esencialmente uno de los modos en los que
el capital violenta la democracia; aleja del bien común las decisiones
de nuestros representantes, para que prevalezca en cambio el interés
privado. Suponemos que con políticos honestos se acaba la corrupción
pero es al revés: es improbable que tengamos honestidad en la política
con empresarios merodeando constantemente alrededor de los
representantes.
Cuando los empresarios asumen directamente la
conducción del Estado, la figura de la coima a veces se vuelve
simplemente irrelevante. Nadie necesita coimearse a sí mismo como
incentivo para hacer lo que más le conviene. Vuelvo al ejemplo del
blanqueo: los privilegios que obtuvieron los familiares de los
gobernantes (posiblemente obrando como sus testaferros) no partieron de
un delito sino de un acto legal. El Estado puso todo su aparato para que
la letra de la ley coincida con el interés privado. No hubo coima,
porque de ambos lados del mostrador estaba el mismo sujeto. El perjuicio
para la sociedad, en términos económicos, fue casi el mismo que habría
habido si, en lugar de acogerse a una ley, hubiesen pagado una coima
para que la AFIP no los investigara. No lo hicieron, porque pudieron
forzar en cambio una norma que de pronto volvía legal el mismo hecho (la
evasión impositiva).
Agréguese al panorama un último elemento.
Abrir una cuenta bancaria offshore secreta es muy sencillo (un
periodista hizo la prueba en 2001: le llevó exactamente 20 minutos).
Las empresas offshore son igualmente sencillas de crear, con un
agregado: las acciones se emiten “al portador”, de modo que es
técnicamente imposible establecer quiénes son los dueños. Las sociedades
anónimas con frecuencia son entramados de vinculaciones societarias
que, como cajas chinas, conducen a una o varias de estas empresas “al
portador”.
En términos concretos, lo que esto significa es que no
tenemos manera de saber en qué dirección va el dinero. Volviendo al
blanqueo, no podemos saber (y legalmente ya no tenemos el derecho a
preguntar) de dónde vino y de quién es el dinero blanqueado. No hay
forma de saber de cuál de los hermanos Macri es el que hoy declara
Gianfranco. Tampoco si el que declara Mindlin era antes de Mindlin y si
una vez blanqueado sigue siéndolo. Los circuitos del dinero blanco y del
negro se tocan. Y si poder económico y poder político coinciden en las
mismas manos, eso quiere decir que la diferencia entre legalidad e
ilegalidad se vuelve irrelevante. Ley, decreto y coima se vuelven
difíciles de distinguir, al menos en lo que significan en términos
sustantivos.
El financiamiento de la política
Pero no
siempre el enriquecimiento personal es lo que está detrás del impulso a
apropiarse de dineros públicos. Muchas veces es más bien la presión
para obtener fondos para agrandar las redes de lealtad política y
financiar las costosas campañas electorales. Las finanzas de los
partidos en Argentina son bastante turbias y es un hecho que el Estado
ha hecho poco y nada por hacer valer las leyes que exigen transparencia.
Todos los partidos están “flojos de papeles” en este punto, pero es sintomático que los menos transparentes sean precisamente el PRO e, incluso más, el de Carrió. Ya está probado que Macri recibió millones en aportes de empresas contratistas del Estado
para su última campaña, algo explícitamente prohibido por la ley. Otro
foco de corrupción que, sin embargo, no parece haber tenido impacto en
la opinión pública.
Centrar la cuestión en los déficits morales de
los políticos impide ver los impulsos sistémicos que alimentan la
corrupción. Cada vez más la política se vuelve un juego que requiere
inversiones millonarias. Y allí están los empresarios
para ofrecer fondos. Nuestro país cuenta hasta ahora con una
legislación bastante progresiva, por la que el Estado financia a los
partidos y se impide a las empresas hacer donaciones (algo que está
desregulado, por caso, en Estados Unidos). Así y todo, no alcanza para
contrarrestar los impulsos a ampliar la recaudación por los medios que
fuere. Lamentablemente, los proyectos de reforma que propone el macrismo apuntan a profundizar el problema, habilitando a las empresas a “donar” fondos de campaña.
La
corrosión de la democracia es un fenómeno mundial. Estados Unidos es el
ejemplo más palmario. Dos prestigiosas universidades norteamericanas
condujeron una extensa investigación
que demostró que el sistema político imperante allí no es hoy una
democracia, sino un régimen oligárquico. El ejercicio que hicieron fue
sencillo: analizaron 1779 políticas públicas implementadas entre 1981 y
2002 y compararon su orientación con lo que en cada momento prefería la
opinión pública por un lado, y los ricos y los grupos de interés
corporativo por el otro. En una abrumadora proporción de los casos, las
decisiones del Estado habían ignorado las preferencias de las mayorías
para favorecer, en cambio, las de los poderosos. O dicho al revés: la
población común tenía una capacidad de incidir sobre las políticas
públicas cercana a cero. Posiblemente en la mayoría de los casos no se
privilegió el interés empresario porque hubiesen mediado coimas, sino
sencillamente porque poder político y económico están imbricados allí
como en ningún otro sitio.
Moralismo antipolítico
Aunque
las indignaciones públicas y las profesiones de amor por la República
parezcan indicar lo contrario, la Argentina marcha decididamente en la
misma senda. Las dobles varas en la condena de la corrupción muestran
que en verdad nos interesa menos de lo que declamamos. Mucha gente, con
razón, está preocupada por los altos niveles de venalidad, lo que es
legítimo y saludable. Pero para mucha otra, la denuncia de la corrupción
funciona como excusa para otra cosa. Lo que está detrás del insistente
discurso pseudorrepublicano que predomina en la Argentina actual no es
defender lo público sino algo diferente.
Tras el clamor por
moralizar la política se adivina la intención de abolirla. El
vocabulario moral que inunda nuestro espacio público nos invita a
percibir los conflictos políticos como si fuesen una lucha entre la
virtud y el vicio, antes que debates y pujas para definir el mejor modo
de conducir la vida social, con diferentes opciones legítimas en juego.
Desde esa mirada la conclusión es clara: para que haya felicidad
colectiva, los viciosos deben desaparecer de la escena. La embrutecedora
narrativa a la que nos ha acostumbrado “la grieta” nos convoca, además,
a considerar que el vicio comienza y termina con la letra K, mientras
que la virtud está en buenas manos, administrada por una sacerdotisa de
Cambiemos.
Nuestra dificultad a la hora de visualizar las
relaciones reales que existen entre lo público y lo privado generan
efectos directos sobre el modo en que juzgamos los actos de corrupción.
La relación entre Macri y su amigo Nicolás Caputo es perfectamente
comparable a la que muestra el caso Báez. Sin embargo, éste lleva más de
ocho años en las portadas de los diarios mientras que aquella permanece
invisible. La comparación suele desecharse bajo el argumento de que
Caputo “ya era un empresario rico” antes de que Macri se convirtiese en
político, mientras que Báez se enriqueció a través de sus vinculaciones
con el gobierno anterior. En este razonamiento se nota que lo que
molesta no son tanto esos dineros públicos que se pierden y que podrían
haber ido a más escuelas o mejores hospitales, sino el hecho de que la
política intervenga indebidamente, convirtiendo en rico a alguien que no
debió serlo.
La misma lógica, pero en sentido inverso, es la de
la increíblemente ingenua predicción de figuras como Marcos Aguinis o
Pamela David según la cual Macri “no va a robar porque ya es rico y no
lo necesita”. Nos molesta que la política “eleve” indebidamente a
alguien y adoramos que una persona rica “descienda” para involucrarse.
En ambos casos, la política es el espacio “sucio” que altera un debido
orden, que no es otro que el de las desigualdades propias del plano
privado.
Para discutirlo en serio, va a ser indispensable que
quitemos el tema de la corrupción de las garras de la grieta. Ninguna
mejora es esperable si continuamos negándonos a verla arraigada en
nuestros hábitos cotidianos y ampliamente presente en varias fuerzas
políticas, además del peronismo. Debatir la corrupción de verdad, más
allá del pseudorrepublicanismo interesado, va a requerir que, sin quitar
los ojos de los políticos, pongamos el foco principal en los
empresarios y repensemos el financiamiento de los partidos y su
dependencia de los medios de comunicación. En fin, si queremos proteger
nuestras instituciones de la corrupción, será preciso imaginar
reaseguros legales que pongan barreras entre el poder económico y el
poder político. Lamentablemente, nuestro país marcha en el sentido
exactamente opuesto.
Comentarios
Publicar un comentario