Fathi Harb debería haber tenido algo por lo que vivir, sobre todo
ante la inminente llegada de su nuevo bebé. Pero la pasada semana, sus
21 años se extinguieron en un infierno de llamas en la zona central de
Gaza.
Se cree que es el primer ejemplo de acto público de
autoinmolación en Franja. Harb se roció de gasolina y se prendió fuego
en una calle de Ciudad de Gaza poco antes de las oraciones del alba
durante el mes sagrado del Ramadán.
La desesperación, en gran medida, fue lo que hizo que Harb llegara a ese acto terrible de autodestrucción.
Tras un salvaje bloqueo israelí por tierra, mar y aire que dura ya más
de una década, Gaza es como un coche circulando entre llamas. Las
Naciones Unidas han advertido repetidamente de que el enclave será
inhabitable en pocos años, aunque lo sea ya en realidad.
Durante esa misma década, Israel ha machacado de forma intermitente a
Gaza hasta dejarla convertida en un montón de ruinas, en línea con la
doctrina Dahiya del ejército israelí. El objetivo es diezmar la zona,
haciendo que la vida retroceda a la Edad de Piedra para que la población
esté tan angustiada intentando sobrevivir que no pueda ocuparse de
luchar por su liberación.
Todos esos ataques han tenido un impacto devastador en la salud psicológica de sus habitantes.
Harb apenas podía recordar la época anterior a que Gaza se convirtiera
en una prisión al aire libre donde una bomba israelí de una tonelada
podía impactar cerca de su hogar.
En un enclave donde las dos
terceras partes de los jóvenes están en paro, no tenía esperanza alguna
de poder encontrar trabajo. Tampoco podía permitirse un hogar para su
joven familia y estaba a punto de tener otra boca que alimentar.
Sin duda todo esto contribuyó en su decisión de arder hasta morir.
Pero la autoinmolación es algo más que un suicidio. Un suicidio puede
llevarse a cabo calladamente, fuera de la vista, de forma menos
espantosa. De hecho, las cifras sugieren que las tasas de suicidio en
Gaza se han disparado en los últimos años.
Pero la autoinmolación pública va asociada a la protesta.
En 1963, en Vietnam, un monje budista se convirtió en una bola de fuego
humana en protesta por la persecución de sus correligionarios. Los
tibetanos han utilizado la autoinmolación para denunciar la opresión
china, los indios para condenar el sistema de castas y los polacos,
ucranianos y checos lo utilizaron en otro tiempo para protestar por el
dominio soviético.
Pero es mucho más probable que para Harb el
modelo fuera Mohamed Bouazizi, el vendedor callejero tunecino que se
prendió fuego a finales de 2010, harto ya de que los agentes de policía
le sometieran a menudo a todo tipo de humillaciones. Su muerte pública
desencadenó una oleada de protestas por todo el Oriente Medio que se
convirtió en la Primavera Árabe.
La autoinmolación de Bouazizi
sugiere que tuvo capacidad para incendiar nuestras conciencias. Es el
acto supremo de autosacrificio individual, un acto enteramente no
violento excepto para la misma víctima, realizado de manera altruista
para una causa colectiva mayor.
¿A quién pretendía Harb enviar un mensaje con ese acto terrible?
En parte, según su familia, estaba indignado con el liderazgo
palestino. Su familia había quedado atrapada en medio de la disputa sin
resolver entre los gobernantes de Gaza, Hamas y la Autoridad Palestina
(AP) en Cisjordania. Esa disputa que ha llevado a la AP a reducir los
salarios de sus trabajadores en Gaza, incluido el padre de Harb.
Pero Harb tenía también, sin duda, una audiencia mayor en mente.
Hasta hace pocos años, Hamas lanzaba regularmente cohetes fuera del
enclave en medio de una lucha que persigue tanto poner fin a la
continuada colonización israelí de la tierra palestina como liberar al
pueblo de Gaza de la prisión impuesta por Israel.
Pero el mundo
rechazó el derecho de los palestinos a resistir violentamente y condenó a
Hamas como “terroristas”. La serie de incursiones militares de Israel
en Gaza para silenciar a Hamas fueron criticadas con mansedumbre en
Occidente por ser “desproporcionadas”.
Los palestinos de
Cisjordania y Jerusalén Este, donde todavía hay contacto directo con los
judíos israelíes, normalmente colonos o soldados, observaban como la
resistencia armada de Gaza resbalaba en la conciencia del mundo.
Por eso, algunos asumieron la lucha de forma individual, atacando con
cuchillos de cocina a colonos o soldados en los puestos de control. O
embistiéndolos con un coche, autobús o buldócer.
Y, una vez más, el mundo se situó junto a Israel. La resistencia no sólo resultó inútil sino que se denunció como ilegítima.
Desde finales de marzo, la lucha por la liberación ha vuelto a Gaza.
Decenas de miles de palestinos desarmados se han congregado semanalmente
junto a la valla de Israel que les mantiene encerrados.
Las
protestas tienen como objetivo representar un acto de desobediencia
civil beligerante, un grito al mundo en petición de ayuda y un
recordatorio de que los palestinos están siendo lentamente estrangulados
hasta la muerte.
Israel ha respondido repetidamente rociando a
los manifestantes de fuego real, hiriendo gravemente a muchos miles y
matando a más de un centenar. Y, una vez más, el mundo ha permanecido
impasible.
Peor aún, los manifestantes han sido tildados de
títeres de Hamas. La embajadora de EE. UU. ante la ONU, Nikki Haley,
culpó a las víctimas bajo ocupación, diciendo que Israel tiene derecho a
“defender su frontera”, mientras el gobierno británico afirmaba que las
protestas habían sido “secuestradas por terroristas”.
Nada de esto pasó desapercibido para Harb.
Cuando se dice a los palestinos que pueden “protestar pacíficamente”,
los gobiernos occidentales quieren decir “silenciosamente” de forma que
Israel pueda ignorarlos, para que nada altere su conciencia ni requiera
de actuación alguna.
En Gaza, el ejército israelí está
renovando la doctrina Dahiya, destruyendo en esta ocasión miles de
cuerpos palestinos en lugar de infraestructuras.
Harb entendió
demasiado bien la hipocresía de Occidente al negar a los palestinos el
derecho a resistir de manera significativa la campaña de destrucción de
Israel.
Las llamas que lo envolvieron tenían también la
intención de consumirnos de culpa y vergüenza. Y no hay duda que más
palestinos seguirán su ejemplo en Gaza.
¿Se demostrará que Harb tiene razón? ¿Puede Occidente llegar a sentirse avergonzado y empezar a actuar?
¿O seguiremos culpando a las víctimas para excusar nuestra complicidad
en siete décadas de atropellos perpetrados contra el pueblo palestino?
(Este artículo apareció publicado originalmente en The National, Abu Dhabi.)
Por.-
Comentarios
Publicar un comentario