En una noche de insomnio, de esas en las que uno trata de conciliar desesperadamente el sueño pero las palabras y las sensaciones se revuelven chocando unas contra otras, rebotando en la oscuridad de la mente y buscando a veces con violencia la hoja de papel. En una de esas noches de insomnio, fui felizmente vencido por un brote repentino de creatividad y termine escribiendo estas líneas, total, que más daño puede hacerme otra noche sin dormir.
Percibí entonces en esa noche sin sueño, al capitalismo como síntoma grave de un sistema autoritario, patriarcal y egoísta, una enfermedad catastrófica, un terrible cáncer que contamina y destruye todo lo que toca y a cualquiera que se le acerque.
Las Ciudades, grandes y pequeñas son sus tumores, malignos, abscesados, llenos de sustancias contaminantes, de pus, de millones de litros de sangre oscura y enferma, sitios sin oxígeno donde las células pelean entre ellas y se devoran unas con otras para sobrevivir a cuenta de las demás. Desde allí el cáncer del capitalismo se va extendiendo, infectándolo todo, campos, ríos, océanos, arboles, sembradíos, animales (incluyendo al humano), el aire, la atmosfera, incluso el espacio alrededor del planeta.
Nos hemos acostumbrado el hedor, al dolor y al horror de este enfermizo suicidio colectivo, como tristes payasos escondemos nuestros ajados y demacrados rostros con suntuosos maquillajes y estiramos nuestras arrugadas y flácidas pieles con cancerígenos plásticos y silicones. Y el cáncer imparable, sigue expandiéndose.
El cáncer del capitalismo entonces, en su etapa neoliberal, entra en metástasis enloquecida, y aunque hemos escuchado siempre que el cáncer es curable si se diagnostica y trata a tiempo, todos sabemos bien como termina esta etapa de la enfermedad, con la inevitable destrucción y la muerte del huésped, en este caso la madre tierra y todo en ella. Podemos rezar y esperar un milagro, que sería quizás la única salvación, pero creo eso de los milagros es otro cuento mucho más largo.
Percibí entonces en esa noche sin sueño, al capitalismo como síntoma grave de un sistema autoritario, patriarcal y egoísta, una enfermedad catastrófica, un terrible cáncer que contamina y destruye todo lo que toca y a cualquiera que se le acerque.
Las Ciudades, grandes y pequeñas son sus tumores, malignos, abscesados, llenos de sustancias contaminantes, de pus, de millones de litros de sangre oscura y enferma, sitios sin oxígeno donde las células pelean entre ellas y se devoran unas con otras para sobrevivir a cuenta de las demás. Desde allí el cáncer del capitalismo se va extendiendo, infectándolo todo, campos, ríos, océanos, arboles, sembradíos, animales (incluyendo al humano), el aire, la atmosfera, incluso el espacio alrededor del planeta.
Nos hemos acostumbrado el hedor, al dolor y al horror de este enfermizo suicidio colectivo, como tristes payasos escondemos nuestros ajados y demacrados rostros con suntuosos maquillajes y estiramos nuestras arrugadas y flácidas pieles con cancerígenos plásticos y silicones. Y el cáncer imparable, sigue expandiéndose.
El cáncer del capitalismo entonces, en su etapa neoliberal, entra en metástasis enloquecida, y aunque hemos escuchado siempre que el cáncer es curable si se diagnostica y trata a tiempo, todos sabemos bien como termina esta etapa de la enfermedad, con la inevitable destrucción y la muerte del huésped, en este caso la madre tierra y todo en ella. Podemos rezar y esperar un milagro, que sería quizás la única salvación, pero creo eso de los milagros es otro cuento mucho más largo.
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